Paradojas del MIEDO CICLISTA

Primera. Un ciclista de carretera aficionado puede empezar a subir el puerto de Navacerrada por el arcenillo de la M-601 emulando a Perico y acabar dando más bandazos que el cuñao de Rocky. O puede circular por una vía interurbana compartida con vehículos que le rebasan a más de cien por hora y jugarse el tipo en cada “cruzado mágico” o incorporación. Probablemente, irá “de luto”, sin chaleco reflectante, sin luces al amanecer y/o atardecer…pero, eso si, llevará el todopoderoso casco. Dejando la afición aparte, y atendiendo a los índices de siniestralidad y a los sustitos de cada salida, esta práctica deportiva, realizada en estas condiciones, podría ser calificada perfectamente de temeraria. Que sepáis que el conductor del coche que va detrás opina que estos esforzadillos de la ruta están locos de atar.

Segunda. Un ciclista de montaña se viene arriba y se apunta a uno de los muchos eventos del calendario aficionado. Las pruebas, verdaderos retos deportivos sin limitación de acceso, son cada vez más extremas y de mayor duración. Pues bien, nuestro colega se compra una buena/costosa máquina ad hoc, se equipa como un caballero medieval y, después de darse tres o cuatro vueltas a la Casa de Campo se motiva para enfrentarse a todos los elementos posibles. Si lo consigue, se lo comentará a sus amigos que, suele pasar, ya se habrán apuntado a la siguiente prueba. Probablemente, muy pocos habrán tomado la precaución de hacerse un reconocimiento médico para comprobar si el hombre de hierro “nace” o “se hace”. No necesita tener un coche al lado para estar en riesgo permanente.

Tercera. Una madre lleva a su hijo de doce años al colegio en coche. Baja en el ascensor hasta el aparcamiento y sale de la urba protegida con cámaras de vigilancia. Su coche tiene todos los sistemas de protección del mercado, y alguno más. Inicia su recorrido de poco más de un kilómetro y aparca en doble o triple fila lo más cerca posible de la puerta, sobre todo cuando llueve (Por si la lluvia ese día cae ácida, supongo) Suena la sirena y se cerciora de que el amor de su vida supera el umbral de la puerta principal. Entonces, sólo entonces, se queda tranquila y conduce hacia el trabajo. Podría realizar ese mismo recorrido andando o, incluso, podría dejar que su hijo fuera en bicicleta al colegio con otros compañeros atravesando el barrio, pero tiene miedo de que le atropellen. Dentro del coche se siente segura y experimenta una protección total que, para su información, no proporcionan ni las cremas de protección total. A sus ojos, cuando acompaño a mi hijo al cole en bici por la calzada debo ser algo así como un mal padre. Y mi hijo, una cobaya.

Cuarta. Muchos conductores españoles tienen miedo de los ciclistas. Si, lo he dicho bien: Los conductores tienen miedo de atropellar a los ciclistas. Están preparados y adiestrados en las autoescuelas para reaccionar en conflictos con otros vehículos a motor y con los peatones. Sus vehículos está diseñados para aguantar fuertes impactos contra otros vehículos, incluso, para ser menos lesivos con los peatones atropellados, pero, con los ciclistas, todo el mundo aprende sobre la marcha. Se pegan por detrás, no acomodan su velocidad, no respetan la distancia en los adelantamientos (metro y medio),…en definitiva, desconocen el modus operandi de esos advenedizos. Es una sensación extraña: Al peatón lo respetan al máximo, pero, con el ciclista, ese miedo se transforma en incomodidad, innecesaria si tenemos en cuenta la inmensa diferencia de potencia entre ambos vehículos. Ese temor debería transformarse, primero, en seguridad, y segundo, en tolerancia. Es lo que tiene gestionar adecuadamente tanto poder.

Quinta. Uno de los argumentos por los cuales muchos ciclistas de carretera y de montaña no se atreven a circular por las calzadas de las ciudades es, lo reconozcan o no, porque tienen miedo. El otro día compartí ruta urbana con un experto ciclista de carretera, que ha viajado por media Europa con su bici, en excelente forma física, y necesitó de “mis servicios” para sentirse más seguro para ir por el centro de Madrid a su trabajo. Dio un paso adelante y ya no me necesitará más. La práctica cotidiana y la confianza pronto harán su trabajo. Entendió que, en ciudad, el objetivo es transportarse y no intentar ser tan rápido -es imposible- como el coche. A los neófitos que se quieren pasar del coche a la bici para ir al trabajo también les pasa. Es natural. No es malo tener miedo. Es humano. Resulta muy positivo enfrentarse a él y superarlo no es tan difícil como parece. Una vez inmunizado ya no hace falta circular de manera temeraria para ir al trabajo.

Sexta. A lo largo de todos estos años he intentado encontrar una explicación acerca del origen de este miedo a la calzada que tienen los ciclistas españoles y que les empuja a la autosegregación y a proyectar soluciones urbanísticas “tipo burbuja” para sus seres queridos. Creo que detrás de todo este engranaje está la educación recibida, fruto del dominio del “sistema coche”. En los últimos cuarenta años hemos visto cómo nuestras ciudades se transformaban a favor del coche y se convertían en verdaderas autopistas, invivibles sobre todo para los peatones. Recuerdo que mi santa madre me dejaba salir a la calle con la condición de que no cruzara la carretera. De haber sido un hijo obediente, todavía seguiría sin cruzar a la calle de enfrente sin protección policial. Ese miedo tiene un componente real: el coche, ciertamente, mata. Sin embargo, también es real el elevadísimo número de fallecidos en accidentes de tráfico y no por eso se extingue la procesión del Cristo de los Atascos. Resulta curioso. Parece que este tipo de miedo, que mantiene el rentabilísimo concepto de Seguridad, acaba siendo domesticado, encauzado y atemperado por los mismos que lo provocan. Ahora resulta que el bombero,que lleva casco, es el pirómano.

Epílogo. La responsabilidad de los padres es fundamental para que no se transmita ese miedo atávico a los hijos. Ellos no han sido testigos de la regresión de nuestras ciudades y la realidad que se encuentran es la única que conocen. Acompañarles al colegio, andando o en bici y enseñarles a adaptarse al medio que les rodea, sin duda mucho más hostil a nuestros ojos que a los suyos, les convertirá en personas mucho más libres y menos dependientes, lo que les ahorrará una pasta gansa en la farmacia. Quién sabe si ellos, si les dejamos, podrán construir esa ciudad sostenible que nosotros no hemos sido capaces de ofrecerles y que, por supuesto, no vamos a reconstruir dando unos brochazos de pintura roja. Ahora ellos, a través de programas como Stars y los bicibús están aprendiendo a volar solos, a decidir su camino y a tomar sus propias decisiones. No les importa mojarse ni tragar el humo de los coches, que, se confirma, ya lo tragan por el mero hecho de respirar. No seamos un lastre para ellos. Liberémosles para que puedan romper la cadena del miedo. Paradójicamente, ellos pueden enseñarnos a no tener miedo de circular en bici por la calzada.

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