El vergel de los NIÑOS.

Diálogos con Manuela Carmena y Francesco Tonucci (23-10-2015) en auditorio Centro Centro, Madrid, sobre “Infancia y ciudad. Cómo hacer de Madrid una ciudad amable para la infancia”. Varios participantes. Crónica de opinión de @deteibols.

Francesco Tonucci (Fano,Italia.1940) es un psicopedagogo que va por el mundo intentando convencer a los adultos que toman decisiones de que hay que repensar las ciudades para los niños y de que deberíamos dejarlos ser más libres, por el bien de los propios niños, de sus propias familias, de la comunidad educativa y, en general, de la Sociedad. Este Tonucci, ese utópico, que escribe libros con títulos tan subversivos como  “La ciudad de los niños. Un modo nuevo de pensar la ciudad” y dibuja viñetas tan revolucionarias como la de arriba, es un entrañable abuelo con barbas de papanoel que trae caramelos en otoño a unos adultos que casi nunca se los quieren aceptar, pero que los acaban usando para dar lustre al árbol de la próxima Navidad.

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Viñeta inédita de Francesco Tonucci, «FRATO». Cedida para el artículo.

Utopía

Yo, ese predicador de la calzada ciclista, otro utópico del tres al cuarto, reconozco cierta empatía con Francesco Tonucci cuando predica en el desierto de los adultos. Cuando miro a la cara de la abuela/alcaldesa Carmena mientras le escucha o cuando descifro el mensaje del delegado de desarrollo urbano sostenible, José Manuel Calvo, caigo en la cuenta de que dialogan en la misma lengua castellana, pero que no se van a entender jamás, porque no pueden. Ni siquiera cuando Francesco les habla o les dibuja con voz de niño tienen capacidad de cambiar, paradójicamente, la ciudad en la que deciden.

¿Pretende, acaso, Tonucci, que Carmena o Calvo derriben los rutinarios, anti-imaginativos y superseguros parques infantiles y ponga en su lugar arenales o montoneras de piedrecitas, tal que así, para que los niños se raspen la rodillitas? ¿Pretende, iluso, que se enfrente a los conductores votantes y que duplique, por “real ordenanza”, la anchura de las aceras, como se hizo en Pontevedra, para humanizar Madrid? ¿Pretende, que cosas, que Cifuentes elimine las trabas burocráticas para que los niños vayan solitos al colegio, andando o en bici, o en compañía de bienintencionados educadores sin que se la jueguen cuando se pinchen un dedito con un rosal del parque, y, oh Dios, sangren?

Manuel Pascual, miembro del colectivo de arquitectos Zuloark, habló en último lugar y nos hizo dudar acerca de si estos pretendidos cambios urbanos deberían venir desde arriba hacia abajo, o a la inversa. “No es problema sólo de niños. La ciudad, tampoco está hecha para mí”. Sostuvo que los ayuntamientos deberían “dejar de preguntar a la ciudadanía y darles la infraestructura necesaria para que, apropiándose del espacio, lo desarrollaran ellos mismos”. Y concluyó el razonamiento con un contundente, “y ahora, cambiamos ciudadanía por infancia”. Al respecto había sostenido Tonucci, y que razón tenía, que “el juego de los niños era el invento. La escalera, el patio, la acera…Los niños eligen el espacio en función del juego que quieren hacer. No saben jugar a nuestros juegos y…”, mirando a Carmena, bromeó: “Es más barato que mantener los parques públicos”.

En un salón repleto de adultos con ganas de creer en la utopías, de mamás dando el pecho a sus criaturas, de bebes que lloraban sin respeto alguno mientras hablaba la mismísima autoridad, llegué a la conclusión de que lo mejor que podemos hacer para regar el desierto de los adultos, los que deciden y los que no, es poner un oasis de vez en cuando, para distraerlos de con unos cocoslocos, porque el futuro no está en ellos sino en el vergel de los niños. Hay que evitar que los adultos sigamos siendo esos guardaespaldas que nuestros niños no necesitan.

Libertad

Marisol Mena, que moderaba el encuentro, recordó como el flautista de Hamelin se llevó a los niños a toque de flauta y preguntó a Francesco, “Frato”, por qué no había niños jugando en las calles de ciudades como Madrid. Imposible resumir a Tonucci. Concluir que las ciudades no están hechas ni por, ni para, los niños, sería simplificar el efecto de esta sinrazón urbanística y moral y dar la batalla por perdida. Una batalla que va ganando el coche: Grandes vías de comunicación de vehículos que nos incomunican a las personas cada día más y que han transformado la naturaleza de unas ciudades que, antes, eran peatonales, de los niños y de los más débiles. Dejemos hablar al experto. “Los niños piden autonomía y los padres piden seguridad”, para empezar. “Si estamos con los adultos, estamos contra los niños, pero no al revés, porque los adultos serían más libres”, otra pildorita. La esencia de Tonucci reside en su cruzada de dejar que los niños sean escuchados, al menos, eso,  para que opinen como quieren que sean las ciudades hechas por los adultos en las que les ha tocado vivir, pero, claro, sin traductores.

Niños del pedibús Escuela Ideo

La abuela Manuela cogió al vuelo la idea. Dijo echar de menos los diálogos “espontáneos” y “compartiendo espacio” con los niños. “¿Por qué pasa esto?”, reflexionó en voz alta. El individualismo del sujeto y la restricción de espacio público, fundamentales: “Siempre me ha gustado hablar en el Metro, ver esa galería de personas…”. Reconoció ser plenamente consciente de esta ausencia de canales de comunicación con los niños y lanzó la idea de un “foro” para que las nuevas tecnologías pudieran facilitar esta comunicación “directa” con el Ayuntamiento. “Lo siento enormemente. Cuando te haces mayor, necesitas a los niños”, concluyó.

Recurro a la magia del Cine. En el vídeo del pedibús de la Escuela Ideo, del madrileño barrio de Las Tablas, https://www.youtube.com/watch?v=dr1xPkFTiBk  se ve como un profesor, el barbudo con la camiseta blanca y con una bici que es su medio de transporte, acompaña a un montón de niños al cole sin apenas prestarles atención. Muchos de sus padres han dejado el coche a seis manzanas de la puerta del cole para que ellos lleguen caminando. Los niños, de entre cuatro y catorce años, corren, saltan, juegan y tan solo son ayudados por un par de padres voluntarios a cruzar la calle. En realidad, a poco que se aprendieran el camino, serían capaces de ir en pareja o en grupo con sus compañeros e, incluso, hasta podrían entretenerse y llegar alguna mañana tarde haciendo de las suyas… A veces hace falta filmar estas situaciones de la vida cotidiana para que algunos padres se acuerden de cuando eran niños y cuando tenían miedo al infame hombre del saco. Los niños, al fin libres de los padres y de los profesores. Los niños, haciendo cambiar a los padres que no saben cómo hacer para que no les paralice el miedo.

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Miedo

Hasta en tres ocasiones, y con la voz temblorosa por la sobredosis de sinceridad e indignación la  directora de CEIP Ermita del Santo, Sara Ballesteros, lo dijo: “Miedo, miedo, miedo”. Miedo de las familias “a soltar” a los niños en el camino al cole, por los coches, que los convierte en “dependientes”; Miedo del profesorado ante una ausencia de cobertura y apoyo legal que se transforma en una sistemática restricción de la autonomía del niño que les impiden crecer “más sanos emocionalmente”; Recreos superprotegidos, por el miedo, otra vez, a la denuncia de los padres. (Y eso me recuerda esa puñetera tendencia de llenar de cemento los patios de los colegios) Más apoyo a programas como Stars, mayor participación de la familia en la escuela, mayor seguridad jurídica a los docentes, más escuchar a los niños y no desdeñar la participación de los adolescentes, entre sus propuestas para acogotar a ese pertinaz miedo. Y más recursos para la Educación Pública, como siempre, claro.

Pero, me pregunto: ¿Quién ha inoculado tanto miedo a unos padres que hemos crecido en un Madrid lleno de descampados y charcos y que íbamos a comprar el pan y media docena de huevos solitos? Y sin un móvil para que dejara tranquila nuestra madre, porque, lo que era nosotros…

Marta Román, coautora del libro “Reintroducción de la infancia en la ciudad”, puso el dedo en la llaga con su angustiosa petición de ayuda. Hablaba una educadora, rogaba una madre y una abuela que pedía que se “liberara” a las familias del enorme peso de educar a los hijos. “La familia”, denunciaba, “suple ahora lo que la calle proveía”. Nada entre la escuela y la casa. Los padres, gestores obligados del tiempo libre de sus hijos, y de todo lo demás. “El entorno de antes”, explicaba, “mitigaba y corregía errores”. Tanto ella como Tonucci se refirieron a la ausencia de una “red de confianza” (los vecinos, el tendero, los viejecitos sentados en un banco…) que había provocado la desaparición de un “entorno social” imprescindible para la educación de los pequeños. “Es una locura ser madre hoy en día”, dijo, y Tonucci apuntó que “las familias estaban esperando respuestas” porque “no querían parecer malos o irresponsables” dejando salir solos a los niños a la calle.

“El miedo no tiene relación con peligro”, sostuvo Tonucci casi al final de su intervención, y me regaló un volquete de argumentos para mi causa ciclista que iré desgranando para que el vergel de los niños acabe inundando el desierto de los adultos. Para siempre jamás, como en los cuentos.

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